Época: Ocaso
Inicio: Año 1 A. C.
Fin: Año 1 D.C.

Antecedente:
El ocaso del arte faraónico

(C) Antonio Blanco Freijeiro



Comentario

Manetho se cuida de señalar que en el reinado de Petubastis los griegos celebraron su I Olimpiada (776 a. C.). Aquel acontecimiento era síntoma de que Grecia había alcanzado su mayoría de edad, y de que los pueblos de su entorno, entre ellos Egipto, verían y tratarían pronto a los griegos. Curiosos, inquisitivos e intrépidos como eran ellos, pronto se darían a conocer, no sólo en el Delta y la Cirenaica, sino en el resto del país.
Fue entonces cuando otro pueblo extranjero, egiptizado de tiempo atrás, como lo habían sido los libios, vio llegada su hora de asumir la responsabilidad de sostener y sacar a Egipto de su marasmo.

Hacía dos siglos que Nubia se mantenía al margen. Lo último que de ella se sabía era que su virrey Piankhi, en lucha con Herihor el tebano, se había retirado al sur y desaparecido. Es probable, sin embargo, que lograse consolidar su independencia, pero en dos siglos largos pudo haber en Nubia infiltraciones de gentes de Libia e incluso de Abisinia. En todo caso, Nubia había asimilado a fondo la cultura egipcia del Imperio Nuevo sin renunciar a tradiciones propias que le daban un sello típico e inconfundible. Los griegos, que llamaban etíopes a los nubios, los consideraban los más religiosos de los hombres. Y lo eran, en efecto; religiosos, no fanáticos. Adoraban a Amón como rey de los dioses con un enfoque casi monoteísta. Pronto iban a demostrarlo. Diodoro Sículo no tendrá empacho en afirmar que el culto a los dioses era una invención de los etíopes.

Imbuidos del más puro espíritu religioso y con el egipcio como idioma oficial de su país, no es de extrañar que a mediados del siglo VIII, los nubios del rey Kashta anexionasen a Nubia la Tebaida sin encontrar resistencia. No sabemos la razón que le indujo a llevarla a cabo, pero sí la forma que le dio para conservarla: obligar a la hasta entonces esposa del dios, Shepenupet, hija de Osorkon III de Tanis, a nombrar sucesora e hija adoptiva a su propia hija Amenerdis. No un hijo del rey como sumo sacerdote, sino una hija como esposa de Amón iba a ser desde ahora el instrumento de sujeción de Tebas al poder real. Esta implantación de facto de una dinastía femenina se mantuvo en Tebas incluso durante la Dinastía XXVI. Entre los nubios, como antes entre los tebanos, el matriarcado tenía unas fortísimas raíces.

Con la anexión de la Tebaida, Nubia entró en contacto con el territorio de Hermópolis, el más meridional de los tres reinos existentes entonces en Egipto -Tentremu, en el Delta, Herakleópolis y Hermópolis Magna. En los otros Estados reinaban sumos sacerdotes, príncipes, generales, duques y otros gerifaltes de títulos no siempre fáciles de traducir. La lista que Piankhi erigió en Napata y en Tebas para conmemorar su victoria revela hasta dónde llegaba el fraccionamiento del norte del país.

Y, sin embargo, en el norte radicaba el futuro; allí estaba el que Heródoto habría de llamar el Egipto que los griegos frecuentan en sus naves y que ya entonces frecuentaban con una primera y sensible consecuencia: el enriquecimiento de la parte occidental del Delta merced al comercio con ellos, y el empobrecimiento de la mitad oriental, reducida al comercio con Palestina, un país pobre y falto de recursos. La antigua y próspera Tanis languidecía a ojos vistas, mientras Sais la reemplazaba en el oeste como centro neurálgico del Bajo Egipto. Hacia el año 730 el príncipe libio que reinaba en la ciudad, como los otros príncipes en las suyas, se proclamó faraón con el nombre de Tefnakhte, fundador de la efímera XXIV Dinastía (730-715).

Tefnakhte estaba convencido de poder asumir la soberanía de la totalidad de Egipto y, de hecho, llegó a dominar el Delta entero e incluso Menfis, lo que significó el fin de la también efímera Dinastía XXII, reducida ya al principado de la antigua capital. Desde ella siguió avanzando hacia el sur, exigiendo por adelantado a los príncipes de Herakleópolis y de Hermópolis Magna la entrega de sus plazas y el acatamiento de su soberanía. El primero de ellos se avino a sus deseos, pero el de Herakleópolis se resistió con todas sus fuerzas. Piankhi de Nubia vio la amenaza que se cernía sobre la Tebaida y, poniendo en marcha sus fuerzas, entró con ellas en Hermópolis y en Menfis y obligó a Tefnakhte y a cuantos se le habían sometido a rendirse o a morir. La lista de reyezuelos impresiona por su longitud y su variedad de títulos.

El hermano de Piankhi y heredero del trono, Shabaka (716-701) venció y acabó con Bocoris de Sais, e impuso su autoridad de faraón a todos los príncipes de las ciudades del norte. Más aún, evitó con su hábil diplomacia la confrontación con la Asiria de Sargón II.

Pero esta confrontación era inevitable si Egipto se empeñaba en tener, como siempre, una cabeza de puente en las ciudades fenicias y en mezclarse en los asuntos de las de Siria y Palestina. El año de la muerte de Shabaka, su sucesor, Shabataka (701-689) rompió la neutralidad que su padre había observado mandando un ejército en auxilio de Jerusalén, donde Senaquerib tenía cercado a Hiskia de Judá. Antes de que el ejército egipcio llegase a su destino, Senaquerib levantó el cerco y volvió a Assur. La causa de la retirada pudo ser el estallido de un brote de peste entre sus tropas; pero para sus adversarios fue un milagro: para los hebreos, un ángel del Señor que en una noche exterminó a 185.000 hombres; para Heródoto, menos milagrero, una plaga de ratones que royó las armas de los soldados. Shabataka quedó tan complacido que, sintiéndose émulo de Tutmés III, antepuso a su nombre el praenomen de éste, Menkhepera.

Al fin, en el reinado de Taharka (690-663), Asaradón inició en 671 la conquista de Egipto, que había de completar Asurbanipal. Aunque breve, la dominación asiria iba a ser sintomática. Ni los libios ni los etíopes habían sabido poner remedio a la situación de Egipto: la poderosa Tebas se había convertido en un reducto de los sacerdotes de Amón; las colonias militares libias, en Estados soberanos; las antiguas capitales de los nomos en cortes de señores feudales. Eran resultados de cuatro siglos de historia difíciles de enmendar. Cuando los últimos soldados asirios abandonaron el país, éste hizo un último intento de recobrar su identidad.